La preocupación acerca de la situación financiera de la ONU sigue gravitando las sesiones del Consejo de Derechos Humanos, en Ginebra. A eso se suma la geopolítica reaccionaria que oscila entre la deslegitimación del sistema y su uso para el lobby anti derechos. 

Para muchos grupos y activistas la ONU sigue siendo la única vía para exigir rendición de cuentas sobre acciones y/u omisiones sobre derechos humanos en su países. Más allá de las críticas a la operatividad de una institución en crisis, el costo de retirarnos de estos espacios nos sigue pareciendo demasiado elevado. 

Se emplea una estrategia que puede resultar tentadora. En los intentos cada vez mayores de restringir el significado de los derechos humanos, el signo de época recortar la referencia a los derechos sexuales para su aplicación a una “respetable” minoría. Esos intentos se expresaron en los esfuerzos por limitar el análisis de los derechos humanos y la violencia a un significado estrictamente biológico del “sexo”, a expensas de los derechos de las personas trans y del abordaje de las causas estructurales de la violencia de género. 

Las iniciativas en curso que impulsan intervenciones proteccionistas socavan la autonomía, el consentimiento y las demandas de las personas afectadas: quienes realizan trabajo sexual, personas trans y otros grupos a quienes por acción u omisión siempre se castiga por desviarse de las normas tradicionales. Estamos ante un escenario geopolítico en el que la identidad se entiende como exotismo: una respetable minoría cuya rareza se subsidia con pequeños actos tutelares. 

Resulta imperativo que todos los actores honremos el principio de universalidad, rechazando el paternalismo en todas sus formas y cultivando la solidaridad con contenido y las alianzas que van más allá de nuestros compartimentos estancos organizacionales. 

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